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Lo que comenzó como un relajado viaje costero desde Wellington a Auckland, con paradas en puertos y disfrutando de algunas de las aguas más emblemáticas de Nueva Zelanda, dio un giro inesperado el 17 de octubre. Habíamos zarpado del puerto deportivo de Gisborne bajo un sol radiante; el mar se calmaba y se volvía cristalino a medida que nos acercábamos a Tauranga. Las condiciones eran inmejorables: sin oleaje, una ligera brisa y el zumbido constante de los motores impulsándonos hacia el norte.
A las 14:15, sin previo aviso, una alarma desconocida interrumpió la tranquila travesía. Todas las miradas se dirigieron a las pantallas multifunción, pero no apareció ningún mensaje de error. Todo parecía normal, salvo el motor de estribor, que de repente había empezado a revolucionar más que el de babor. Algo iba mal, sin duda.
Redujimos la velocidad, con la esperanza de ganar tiempo para diagnosticar el problema. Momentos después, notamos que la embarcación estaba más baja de lo normal; la plataforma de baño casi tocaba la superficie. Fuera lo que fuese, la situación se agravaba rápidamente.
Inmediatamente avisamos por radio a la Guardia Costera con un aviso urgente (PAN PAN), informándoles de la situación. Cuando uno de los tripulantes abrió la escotilla de la sala de máquinas para investigar, una densa columna de humo negro y acre salió disparada. Todo el compartimento estaba carbonizado y oscurecido, prueba irrefutable de que se había declarado un incendio. Al parecer, el sistema automático de extinción de incendios ya se había activado. Lo más alarmante era que el agua de mar entraba a raudales por algún sitio. La sala de máquinas estaba inundada hasta los bloques de los motores.
No sabíamos si las bombas de achique automáticas habían fallado o simplemente estaban sobrecargadas, así que la tripulación tomó la bomba manual y comenzó a trabajar a toda prisa. Pero con cada minuto que pasaba, el barco se hundía más. Era evidente que ya no podíamos controlar la situación.
La llamada se convirtió en una emergencia. Rápidamente desplegamos la balsa salvavidas y preparamos la mochila de emergencia. La radiobaliza de emergencia (EPIRB) y la baliza de localización personal (PLB) se activaron; sus luces parpadeaban constantemente, un pequeño pero poderoso consuelo en medio del caos. Al entrar en el camarote principal para recoger lo esencial, la magnitud de la inundación se hizo evidente. Nuestras pertenencias flotaban libremente, a la deriva como escombros en una poza de marea. Al fondo del camarote, el agua ya nos llegaba a las rodillas.
Al darnos cuenta de que el barco ya no tenía salvación, tomamos la decisión que ningún capitán desea tomar. Aproximadamente a las 14:40, abandonamos el barco.
En una embarcación casi nueva, con mar en calma, uno no espera necesitar el equipo de seguridad. Pero si surge una emergencia inesperada, agradecerá haber contado con el mejor equipo y saber cómo usarlo.
A 12 millas náuticas de la costa, nuestras radios VHF portátiles no tenían comunicación con tierra. Tras comunicarnos por la VHF del barco y subir a nuestra balsa salvavidas, agradecimos contar con la radiobaliza AIS EPIRB para que nos ayudara en el rescate.
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